Despertar otra vez en un nuevo
amanecer: necesaria luz, que no quiero. Cepillar los dientes y mirar una vez más
mi rostro en un espejo pequeño. Vestir el único traje que encuentre. Prender el
auto y salir a buscar los fiambres del día.
Transito lentamente: mutilando la
paciencia del que llega tarde, y encolerizando al apurado de siempre. Transporto
la prueba de su banalidad, y le tocan bocina.
Así transcurren mis días:
cargando cajones, viendo a la gente actuar, o quebrarse. Me muevo lento, a
veces quizás no tanto; pero siempre llego.
Hoy es solo una jornada más,
fractal de mi existir. Quizás cuando termine compre unas empanadas de carne. O
mejor no; de jamón y queso. Y para apagar la irracionalidad agobiante, una
buena botella de “Refracto Cerebral” no vendría mal. Sin embargo, antes que
nada, debo devolver el libro. Sí, eso. No debo olvidarme de de devolver el
libro. No pensé que su lectura fuese tan difícil. Solo un par de entregas más,
con alguna extra quizás, y me voy.
A este debo llevarlo al
cementerio de la Habitación 3002: son solo un par de kilómetros. Por suerte, en
la ruta no hay tanto tráfico. Voy a meterle pata. Espero que al fiambre no le
joda que ponga un poco de heavy. ¡Báh! Por lo que debe escuchar ahí adentro…
Ya de acá veo el paredón del
cementerio. Poco a poco, en un horizonte que se bifurca, se forman los
contornos de las primeras cruces. Los lunares limón amarillento que las cubren
se distinguen con claridad. Los seres queridos del fiambre, con la misma corona
que les compran a todos, esperan la carroza en la puerta.
Estaciono.
Un hombre de mediana edad, alto y
de mirada ojerosa, se acerca al coche. Bajo. El tipo de mira de arriba abajo.
Espantado, retrocede. Me vuelve a mirar. La gente que está alrededor se
alborota: algunos corren y gritan; otros lloran y se alejan. Una abuela, valiéndose
de un bastón de caramelo, lucha con el peso de las décadas y se acerca hacia mí,
suplicando un abrazo.
El hombre que me recibió me
insulta. No oigo lo que dice, aun no se ha atrevido a acercarse. Solo sé que me
putea. Detrás de él, una mujer con un
vestido rojo bermellón nos mira con asombro y pánico a la vez. Sostiene
una gran corona de flores, con la foto de un chabón. Lo observo con atención.
Es el fiambre.
Un flaco abre el baúl y saca con desesperación
el cajón. Como es del merengue barato, el impacto contra el cordón lo rompe con
facilidad. Aun nadie de los que queda a mi alrededor se atreve a acercarse. La
abuelita ya casi llega. Doy unos pasos y me acerco al féretro.
Observo el cuerpo con atención.
Ese ser pálido e inerte me es
familiar.
Me acerco un poco más.
Soy yo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario