Llega. La imagen del piano de su madre sosteniendo un
metrónomo antiguo la recibe. Deja sus llaves arriba de la mesa que está delante
de la ventana que vigila la calle. Despliega la puerta plegadiza y pasa al
living-comedor donde la espera su madre: siempre con cara de cansancio, de pie,
y con una mano apoyada en la mesa, dejando ver tras de sí la tele prendida en
algún canal, observada por un juego de sillones vacíos y recubiertos. Pasa bajo
una pequeña arcada que contiene un corto pasaje, a cuya derecha se encuentra
una apretada cocina. Los platos del mediodía la están esperando: ella los lava
lentamente, uno por uno. Deja los cubiertos en un recipiente con agua: cuando termine
con el sartén los lavará a todos de una vez.
Sirve café, un poco de leche y pone la taza dos minutos en
el microondas. Para cuando suene el ¡tin! ya tendrá listo su pan de salvado con
queso light, rociado con una combinación de pequeñas semillas que tanto le
gustan. Cuatro paredes detrás suena el piano de su madre. Nunca le presta
atención. Ya con su merienda lista, se dirige a su pieza: atraviesa nuevamente
el living-comedor, esta vez en dirección opuesta, donde instantáneamente
percibe la cara sonriente de su sticker de “Yo estuve en Bariloche 3536”,
pegado en el vidrio de su puerta. Una pila de fotocopias la espera en su
cuarto, junto con tres o cuatro pares de almohadones: algunos cuadrados,
grandes, medianos, con forma de corazón o de luna. Algunos decoran su cama
(casi siempre perfectamente estirada), otros yacen esparcidos por su alfombra
gris, junto con zapatos, zapatillas y medias que ha usado hace uno o dos días.
Su mamá seguro la retará cuando termine de tocar.
Quizás tome un baño por la tarde antes de cenar, o lo hará a
la mañana siguiente antes de ir a la facultad. El agua correteará por su piel blanca,
se escurrirá por sus labios: carnoso el de abajo y más fino el de arriba, ambos
forman una boca pequeña en perfecta armonía con su nariz respingada y sus ojos
grandes, marrones, de mirada viva, transparente e infantil. Enjabonará sus
pechos que tomarán la forma de colinas nevadas en un invierno primaveral. Los
pezones, pequeños y rosados, son suavemente acariciados por la espuma; seguidos
por sus muslos grandes, firmes y pálidos. Algunos pelos finos de corte carreé,
yacen en la bañera.
Un jogging viejo, soquetes, una tanga rosa, una remera
desteñida y un saquito de tela conforman su piyama. Cepilla sus dientes:
grandes, blancos y disciplinados. Toma diez o veinte globulitos vitamínicos
recetados por el homeópata. Arroja los almohadones al piso, se pone sus
aparatos para dormir, se refugia en sus sábanas y quizás halle el sueño
rápidamente, luego de repasar su día de duro ensayo, y la lista de cosas que
hará al día siguiente: los castings, obras y eventos a los que le gustaría
asistir si su mamá no se opone. Todo esto si en medio de la noche no la
sorprende un calambre en la pierna que la haga gritar y llorar llamando a su
madre, que rara vez la escucha debido a los paneles de goma espuma acustizante
que recubren la puerta de su cuarto.
Otra posibilidad es que se quede toda la noche estudiando o
haciendo tareas atrasadas, sin imaginar jamás que alguien está imaginando todo
esto: alguien que está recordando todos los aspectos de su vida, que la amó con
locura, y que retiene cada detalle. Alguien que se encuentra muy dentro de Zus
abismos. Alguien que ahora está en la zona Amarilla de la ciudad Verde: alguien
que solo a nimios metros de distancia observa a través de su puerta. Que bajo un sol apagadizo respira profundo,
para luego aterrizar en una melancólica exhalación. Alguien que ha roto sus
cadenas ciudadanas y sociales: las que te atan a lo humano para evitar que
asciendas al plano prohibido, que ha sido apropiado ilusoriamente, y que te
permite ser un dios. Porque yo soy un dios. El revólver que sostiene mi mano me
lo permite: porque creemos en seres superiores hasta que nos convertimos en uno.
Yo soy el guardián entre el ser y la nada. Yo controlo quien vive y quién no.
Yo soy el último escalón de la cadena alimenticia: solo la soledad me rodea,
porque yo, estoy por encima de todo. Yo, controlo la existencia. Yo, soy el que
está decidiendo si entrar por su puerta y someterla: tapar su boca y besarla
con furia; arrancar su ropa y convertirla en harapos. Agarrar sus tetas y
morder sus labios, mientras una mano le hurta placer, para luego enterrarnos y
fundirnos en fluido. Yo soy el que
decido si le doy un celestial castigo, o aprieto el gatillo y le arranco los
sesos, esparciéndolos por su cama como trozos de comida para perros. Yo soy el
dios del último eslabón onírico de la cadena del inconsciente de Zysli; y ella
nunca lo sabrá, porque aunque la sigue amando, nunca dejará ascender aquello
que existe en la inexistencia de su ser.
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