domingo, 20 de abril de 2014

El hombre, la vía y el tren.

*Se recomienda leer este relato escuchando alguna melodía de Fréderic Chopin.

Él había visto la foto de un hombre y un piano en las vías del tren, podía imaginar lo que sentía, como las notas musicales penetraban en su alma, era puro y real. No mentíamos con aquello. Cuando desapareció aquella mañana yo sabía dónde se encontraba, no lo dude, sólo mire el libro de tela que me había prestado y supe que él estaba allí, en aquella vía, buscando respuesta y tal vez paz eterna. No había nada de malo en ir allá, en invadirlo, él era demasiado importante para mí y eso llegaba a asustarme. Era mi padre, aunque la ley de la vida me lo negara, yo podía elegir que él lo fuera y estaba feliz por eso. No era mi padre, pero deseaba que lo fuera. No pensé anteriormente las palabras en mi mente. Tome el libro y lo supe. Salí de allí y una melodía me asusto, incluso lastimo mi tímpano. Por eso la seguí, respire de ella lo más que pude. Y ahí estaba él, de traje y bien peinado como siempre, su melena larga y algo canosa se movía con la pequeña brisa de viento que hacia chispar la juventud de sus ojos, verdes y cansados, remojados, con la esperanza de volver a sentir. El piano se encontraba allí, en medio de la vía. Él tocaba con tranquilad, y sonreía, como si cada partitura que sus dedos devoraban era una magnífica obra que ventilaba los más maravillosos y dolorosos recuerdos que un hombre como él podía tener. Era magia para mí. Entonces un momento volvió. Lo hermoso del escenario, las luces, la gente, los aplausos, los nervios, y las lágrimas. En verdad había arruinado una de las artes más hermosas al no disfrutarlas. La frustración de la bailarina, pero yo la empeoraba aún más. Y era tan hermoso cuando sucedía, cuando la mágica luz reflejaba una parte de tu rostro, ahí todo se olvidaba, incluso uno mismo, incluso quien eras; como un pájaro solitario que baila, vuela y se desploma, y se pasa la vida bailando, la vida toda, la vida vuela, la vuevida, la música y el piano. Y no quise incrustar más momentos a ese momento, porque él estaba tocando y la música no dejaba escuchar el tren. Pero no importaba, porque era una imagen sin final,  las palabras fluían de sus dedos cansados, y las lágrimas eran la mejor tinta para escribir las notas musicales, el sol menor y fa mayor no eran nada, porque él era todo, y yo jamás podía llegar a decírselo, advertirle que quería que siguiera conmigo. No quería que me abandonara. Pero poco a poco lo hacía, y yo sabía que recordaba. Su familia, su casa, el fuego. Ojalá fuera más fácil para nosotros. Nunca quisimos quemar nada realmente, todo fue un accidente. Pero nadie cree en la palabra de un pirómano, nadie piensa como piensan los que saben que no querían, que no debían, que no podían, porque lo importante era eso tan simple, y quizás, lo más difícil de descubrir. La simpleza de la vida. Esa que no tiene nada que ver con el fuego. Pero que no puede evitarse, porque es realmente necesario ver arder los recuerdos. Entonces después de todo eso sólo queda la más larga sinfonía, esa de fuego, tierra y marfil. Esa que nadie se atreve a tocar porque conocen su final. Y él quería ese final. Por eso se tomó la molestia de llevar su piano hasta esa vía, por eso se vistió de traje y sonreía. Por eso me dio el libro. Absoluta eternidad, vacío, soledad. Música. Yo podía escuchar mejor sus pensamientos mediante la música que sin ella. Y no vi el tren, pero allí venia. Y yo corrí, pero no podía gritarle, él no me escuchaba ya. Pero sí me miro, y sonrió con sinceridad, luego subió la vista al cielo y comenzó a reír y a llorar al mismo tiempo; yo sabía que era porque no podía amar tanto la música como amaba el fuego. Luego cerró los ojos y siguió tocando. Yo también los cerré, porque la música me consumía lentamente, y quería ser capaz de ver lo que él veía. Y lo hice. Segundos después escuche el impacto. En el miedo de abrir los ojos podía jurar que la música seguía sonando, pero sólo en mi mente. Y los abrí. Los papeles volaban en el aire impulsados por un deseo de libertad, y el tren destruía todo lo bueno en mí, en él, en esa vía. Y comprendí que no es posible salvar a los que son consumidos por el fuego. Pero el libro seguía en mi mano, y eso era más que suficiente, porque entendí que no deseaba despedirse, no podía hacerlo. Por eso murió de la forma más increíble, respirando música. Mire el hermoso cielo, mientras mis ojos se remojaban. Nada se podía comparar con aquel cielo. Le di las gracias, y seguí escuchando esa melodía en mi mente hasta que el fuego se apagó, y esas notas musicales ya eran mías para siempre, al igual que su recuerdo. Su cielo de fuego.


                                                                                                                    -Créme de l'air.

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