DELIRATIO INSECTI
Avanzo. Bocinazo. Semáforo frenada bocinazo. Avanzo. Se
repite la secuencia doce meses, trescientos sesenta y cinco días. Dos semanas
de vacaciones. Dos años de fracaso y abstinencia sexual. Vida ordinaria.
En la oficina me recibe la recepcionista Catherine, con su
casi efímera mini falda y el sostén dos tallas menor. Pienso mil formas
distintas de arrojarla contra la cama y desnudarla. Soñar no cuesta rechazos. “Soñar
no cuesta nada”, amo esa frase. Algunos compañeros entran conmigo, me saludan
con el forzado y clásico “Hola, ¿todo bien?”, como si les importara realmente. Hipócritas.
La jornada comienza con el llamado del modélico cliente
idiota que quiere comprar el tonificador abdominal; seguro deseará tener el
cuerpo que vende el photoshop. Otro que cree en la felicidad del mercado para
no pensar en el sin sentido de su existencia. Irritante.
Paso el pedido. Me duele la panza. En el box de al lado se
escucha la canción pegadiza y cursi del momento. Formato ya demasiado conocido:
voces bonitas cantando sobre los mismos simples y escasos acordes de otras cien
canciones que lideraron los rankings por hacerte creer que el amor cae de un
cielo azul en raciones iguales para todos. A pocos metros, por los pasillos, se
escuchan los tacos de la gerente, controlando. Hecha una ligera mirada a mi
habitáculo y continua. La chica del box de enfrente la mira de reojo, la
observa hasta que se aleja y ya no puede verla, luego vuelve a su trabajo.
Conozco esa mirada, lo que se oculta más allá de esos ojos, ese sentimiento que
el sistema alimenta desde que nacemos: lo intrínseco del ser humano, de la
existencia: la codicia. La chica desea llevar esos tacos que imprimen temor y
respeto como un niño desea la hamburguesa gigante con papas de los carteles. Moldean
nuestra conducta trabajando con lo que es nuestra propia naturaleza: la
codicia. La atrapan, la alimentan, la educan y la seducen; sin prisa y sin
pausa, toda la vida. Solo sé que recién
atendí el primer llamado estúpido de una serie de llamados estúpidos de gente
estúpida que me retendrán aquí durante toda una jornada mientras hago un gran
esfuerzo por interpretar mi papel en esta película. Todo a mi alrededor es una
película. Vivimos en un perfecto estudio de grabación donde cada uno es el papel
que le toca. Nadie es, nadie puede ser autentico, porque todos somos codiciosos.
Nos obligan a seguir el guion de esta superproducción llamada sociedad de
consumo. Aquellos que sueñan con sociedades entelequias, de igualdad, paz y
amor. Aquellos que sueñan con la caída del sistema ya se darán cuenta, como yo
lo hice, que todo es inútil porque siempre habrá codicia, porque somos actores
que siguen un libreto. Nadie está exento de él. Todo está escrito: como ser un
buen hijo, un buen estudiante, un buen empleado, en que creer y en que no. Qué
decir al saludarnos, cómo sonreír, qué
sentir, qué reacción se espera si alguien nace, enferma o muere. Todos somos
estándar: hacen que codiciemos lo mismo, lo que nos venden como imagen de vida
ideal, feliz y vacía. Hasta el que dice ser rebelde tiene escrito en su guión
cómo es la imagen de un rebelde: hasta eso esta normalizado. Porque eso es en
lo que nos convertimos: en normas. Somos “gente normal”. ¿Qué es ser normal?
Ser codicioso, con todo lo que ello implica. Se vuelven a escuchar los tacos
que se acercan, el dolor de estomago sigue. Deseo terriblemente llegar a mi
casa, prender un faso y escuchar jazz o metal, todavía no me decido, y leer o
escribir poesía, quizá. Al fin de cuentas, lo único que nos saca la máscara es
el arte. Nuestros sentimientos, nuestra imaginación, nuestro mundo interior,
personal, es lo único que todavía no pudieron controlar en su totalidad, aunque
dudo que dure mucho más. En fin, va a
ser un largo día y además me está agarrando acidez. La lengua me arde. Tanta
vulgaridad hizo que el desayuno no me haya caído bien, para colmo.
Atiendo otros dos llamados. Aumenta el malestar. Es como si
la lava de un volcán subiera por mi esófago sin lograr salir. Mi lengua parece
quemarse. Tomo un vaso de agua mientras la maquinita me hace un café. Vuelvo al box, siguen entrando las llamadas,
sin cesar. Constantes a mí alrededor los teléfonos suenan. Atiendo. Me cuesta
hablar, articular las palabras, ser un buen actor. La lengua me pesa, siento
que es más grande, y hasta tengo la sensación de que crece. Me relajo, al menos
lo intento. Respiro y tomo un sorbo de café caliente. ¡Error! Algo recorre mis
nervios, me paraliza por completo. Ya no puedo mover un musculo, ni siquiera
emitir sonidos. La lengua, al sentir la sustancia caliente, reacciona
bruscamente. Por propia voluntad se me retuerce como una lombriz expuesta al
sol. Se vuelva hacia atrás, luego hacia adelante, se sacude e impacta contra
las paredes de mi boca una y otra vez. El idiota de al lado sigue con su música
cursi. Nada puedo hacer para salir de la parálisis. La acidez es cada vez peor,
algo espeso se amontona en mi estomago. Empuja. Algo dentro mío busca
liberarse. Siguen entrando las llamadas. Ya no es mi lengua. Ya no es una
lengua. Sea lo que sea, no se detiene, crece a cada instante. Asoma poco a poco
por mis labios. Sigue retorciéndose, choca contra mis dientes. Alguien vino a
ver a la chica del box de enfrente, no es la gerente. Algo duro, como una
coraza seccionada en placas, al estilo de las armaduras romanas, la recubre.
Pequeñas espinas salen de los costados, puedo sentir como raspan mi paladar.
Sigue creciendo. Puedo ver a la cosa salir de mi boca. El de al lado paró la
música y atiende una llamada. Las espinas resultaron ser patas de insecto:
inquietas y veloces. Dos de ellas, ubicadas en la parte delantera, crecen aun
mas que el resto; se mueven lenta y constantemente, como husmeando todo
alrededor. Antenas, sin lugar a dudas. Voces
y teléfonos suenan sin parar. Observo como el insecto termina de formarse
dentro de mi boca. Se sacude con violencia, retorciéndose. Algo se quiebra
dentro de mí con un crujido, el bicho sale. Ya no tengo lengua, ya no existe.
Sigo paralizado. El ciempiés gigante camina por mi camisa, sube al escritorio y
se posa sobre el teclado. Clava en mí esos dos puntos negros, diminutos, sin
fondo. Vuelve a sonar la música.
Despierto. Aun es de noche, oigo los grillos cantar.
Permanezco inmóvil; escucho, huelo, siento el suelo bajo mis pies. Mi cuerpo
aun esta tenso, alerta. Poco a poco me tranquilizo, todo volvió a la
normalidad. Nada resulto ser verdad. Por un momento creí no regresar jamás de
aquel mundo extraño, con seres extraños que compran “tonificadores
abdominales”. Salgo, la noche aun es joven. ¡Qué reconfortante es, volver a ser
un ciempiés!
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