No estoy disconforme con mi trabajo, pero les aseguro que no hay momento del día en el que experimente mayor sosiego que mientras desciendo esmeradamente por las escaleras del frente del edificio con el sol resplandeciente dándome de lleno en la cara.Y, ¡cómo olvidarlo! También resulta sumamente estimulante volver a casa. Puedo afirmar en base a mi experiencia, que subirse al micro después de haber esperado cuarenta minutos es estupendo. Sumemos a esto un hacinamiento desmedido de gente, y convertiremos lo que parecía ser solo un simple viaje de regreso a casa en una formidable aventura. Aún más escaleras que subir, más peldaños que demandarán mi coordinación como si fuera la persona más importante del universo. Suelo concebir la idea de que todos somos iguales a la hora de subir peldaños. El presidente, el rey, el vecino que se rehúsa a cuidar de mi perro por más que le haya asegurado que no volvería a morderlo… en fin, todos, como ya afirmé antes, recorremos los tramos de escalera que nos separan de nuestro objetivo de la misma manera. Un pie cada vez, de forma alternada, o saltando con los dos en el caso de que nuestro estado físico nos lo permita, nos acercan progresivamente a una superficie horizontal.La escalera que conduce a mi departamento tiene forma de caracol. Me deleito con la aparición de cada nuevo escalón. Recorro la balaustrada con la yema de los dedos, y de cuando en cuando me topo con una minúscula astilla que el fabricante habrá olvidado lijar.Llevo mi portafolio en mi mano derecha. En la izquierda, el reloj. Las dos menos diez, y esa sonrisa optimista que me insta a recorrer más rápidamente el trecho que me separa de mi departamento. Me agrada recorrer ese último tramo, en el que se pueden percibir los aromas que emanan las comidas caseras de Marta, la vecina que siempre accede a cuidar al perro. A ella aún no la mordió, y sospecho que puede tener algo que ver el hecho de que no le haya pegado cuando intentó acercarse en busca de comida (no como cierto señor del cuarto piso que prefiero no nombrar).Debo admitir que me encuentro agotado de tanto subir escaleras, pero me reconforta saber que pronto llegaré al noveno piso y podré levantar las manos en el aire, fingiendo ser el primer competidor de la carrera en llegar a la meta, con un público imaginario que me ovacionará y aclamará.Sigo teniendo el reloj en la muñeca izquierda. Ahora son las cuatro menos cuarto. Me pregunto por qué aún no llegué a mi departamento. Sé que mi estado físico no es el mejor, pero estoy seguro de que, para subir doscientos veintisiete escalones, alrededor de diez minutos me bastan.Las agujas de mi reloj señalan las seis menos veinte. Aprecio que no se burle de mí con esa típica sonrisita suya de una menos diez. Me encuentro francamente fatigado, me detendré por unos minutos en este escalón para recuperar fuerzas… ¡Esperen! ¿Qué es eso?Ustedes no me conocen personalmente, pero deben creerme cuando les digo que ese condenado aviso no se encontraba allí hace unos instantes. “No ose sentarse”, reza la inscripción. ¿Quién se cree el cartel para ordenarme qué debo hacer? ¿Y por qué debo yo acatar sus órdenes? Haré caso omiso y desafiaré su autoridad.Aunque, por otro lado, quién sabe que podría suceder si “oso” incumplir el mandato del cartel. Tal vez sencillamente procuraba serme de alguna ayuda al advertirme.Sea como fuere, ya no me siento con fuerzas para continuar este eterno ascenso…Me deslizo por una especie de tobogán que ocupó el lugar de la escalera. Aquel vórtice negro no puede significar más que problemas. Cierro los ojos para evitar ver el final que irremediablemente me aguarda al final de este descenso.Me siento arrojado hacia unas puertas en medio de las cuales vislumbro una luz blanca cegadora.Una incesante alarma me advierte que debo quitar la pierna de la entrada del ascensor.Me encuentro extenuado, pero no me fío de estas nuevas tecnologías.Subiré por la escalera.
La marquesa de Ondariva