martes, 20 de agosto de 2013

País de infancia.

Toda infancia tiene un país sin geografía, intemporal, incontaminado. Podría ser acaso una suerte de paraíso melancólico, pero al fin paraíso. La vida en este país acontece con una divina naturalidad nacida de lo puro y nuevo, de la elemental gracia de empezar a existir. La dicha es accesible, y está hecha con la más humilde materia cotidiana, porque esta materia está tocada de poesía. La sabiduría mana de ternuras primeras que en el hombre futuro y rendido ante los días son también consoladoramente últimas. Con nadas dulcísimas, con briznas deleznables, o una sonrisa, o un juguete, o una canción, o una flor, o un poco de pan, o un cuento, se roza la felicidad, una felicidad con luz, aroma y sabor. El hombre, a veces poseedor de bienes, poder o fama, o bien quebrantado por el sufrimiento, ya no puede rescatar ese mundo perdido, a menos que la belleza o la bondad le alcancen su ala mágica. Asomarse a la infancia es advertencia bíblica, áncora espiritual, salvación, también un desandar días arduos hacia una fuente escondida de paz. Se siente esta necesidad por fuerza en horas de madurez y de sazón cuando se va cumpliendo un regreso que es otra ansia de simplicidad. Cumplida esta sagrada reparación a los muertos instantes del misterio infantil, la visión del futuro es más serena y no se teme el transito último; porque la vida, toda la vida, fue a través de la niñez, cosa embellecida, justificada, digna. El país de la infancia es un país que no tiene historia; sí, maravilla.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario